Seguimos buscando a
Vicente.
No aparece y no hacemos más que buscar pistas que nos indiquen qué pasó
o dónde puede estar.
En principio evaluamos la posibilidad de que la llegada de
Germán C haya tenido que ver con la desaparición del Enano. El ambiente en la cuadra y especialmente en el edificio se enrareció desde su llegada. Él vino avisando que ya no habría una zapatería en el local de abajo y que reformaría ése
local para que fuera alquilado por algún otro comerciante, pero hizo mucho más que eso.
Pronto se sumó Julio, un
hombre maciso, peludo, de anteojos angostos, de mirada corta. Nunca
supimos si había sido contratado para arreglar todo allá en el viejo
local de la zapatería, o si había hecho un canje: estadía gratis en
Vicente López con excursiones de pesca todas las tardes y noches a cambio de ir arreglando de a poco, mientras no
charlaba ni cocinaba, cada cosa que hubiera que arreglar en el lugar.
La cuestión fue que cada mañana Julio y
Gemán charlaban mientras preparaban el mate, cada medio-día sus voces
invadían nuestros ambientes mientras cocinaban el guiso, y cada noche,
alrededor de las 12, cuando llegaban para cocinar la pesca del día,
volvían las voces intrusas a nuestros oídos como hubieran estado viviendo con nosotros.
Vicente primero se ilusionó. Tener todo tan servido para ver y escuchar.
Pero pronto entendió que no había razón para alegrarse. Ser invadidos
en el propio espacio por la intimidad de otro y no poder escapar a esto
de ninguna forma mientras estábamos en casa nos hizo transitar
espacios al borde del delirio y la profunda desesperación.
No
queríamos vivir con ellos, ni saber de sus vidas, ni queríamos escuchar
sus conversaciones personales, ni sus derivas sobre los destinos de los
diferentes caños que estaban rompiendo y reemplazando. Pero allí
estaban las voces cuando uno se iba a lavar los dientes a la noche y
también a la madrugada si uno se levantaba al baño y a la mañana en la
cocina y al medio-día en todo el departamento.
Se
instalaron. Y no fue una semana, ni un mes. Fueron dos largos meses
(sinó mas, ya no puedo ni precisar una medida de tiempo para aquello).
Llegaron los hijos de Julio. Vivían allí. Todos. Conversaban sobre
pescados (sobre cuales tenían escamas y cuales no, sobre la textura de
las ballenas y otros bichos). Se les imponía conducta a la hora del
baño, y se los dejaba de seña, al fondo del local, mirando como si fuera
el horizonte la hilera de locales de enfrente, los autos que
pasaban por la calle, los vecinos
haciendo las compras.
No queríamos saber de cuantos
mates tenía cada uno en su casa, ni oler su comida al medio-día y a la
media-noche. No. No queríamos saber qué opinaban del viagra ni escuchar
el pavoneo que hacían sobre sus conquistas. Tampoco nos interesaba saber
que se les había quedado la camioneta en
puentelanoria, que por eso no pudieron traer los caños de gas y que por eso se les atrasaba la obra una semana.
Como si esto fuera poco, los sábados funcionaba en el local en
obra un espacio de tráfico de antigüedades. Tomaron la (ya angosta)
vereda, pusieron a una señora a servír café y allí se vendían arañas,
juegos de té, jarras, mesas de luz, y cabeceras de camas de otras
épocas, rescatadas de algún mercado de pulgas (o quién sabe de dónde). Y
los domingos a la tarde eran sagrados. Desaparecían. Irían al templo,
creemos, porque escuchábamos de vez en cuando, subiendo por el hueco del
aireyluz, entre los olores de la comida y las conversaciones, una radio
evangelista.
La realidad era difícil de delimitar y de
controlar. El caos era absoluto. Voces masculinas agudas y gruesas
subían escalonadas. Conversaciones surrealistas a toda hora. Peleas.
Cenas de festejo con alguna que otra voz femenina. Ellos diciendo "alto
restorán" mientras en la escalera del consorcio el rumor apuntaba que
conseguían las verduras revisando en la basura que los verduleros
sacaban cuando cerraban. Un perro que dejaban solo de vez en cuando y
lloraba. Un reclamo sobre a qué chica tan joven se había traído la noche
anterior una vez que Germán no durmió allí, dejó una cámara oculta y
llegó a la mañana siguiente de una noche que curiosamente no habíamos
escuchado volar una mosca.
Probablemente eso fue empujando a Vicente a irse. Ya no estaba bien vivir allí.